lunes, 19 de noviembre de 2012

Razón vs. Emoción


Días atrás impartí clase a un grupo de comerciales de una empresa que, como la mayoría, no lo están pasando especialmente bien. Por más que el talento, el esfuerzo y el tiempo se han puesto a disposición de los objetivos a conseguir, no se logra llegar a una situación que les permita respirar con cierta serenidad. La honradez del equipo es admirable. No dejan de intentarlo, y están abiertos, casi todos y empezando por su director, a nuevas ideas que puedan ayudar a mejorar la cosas. En general, se puede decir que van todos a una para revertir la situación.
Lo que pasa es que en este tipo de cursos, cuando rascas un poco más, encuentras entre los miembros del equipo, grietas por las que se filtran factores que condicionan sobremanera la capacidad personal de lograr un objetivo. Ya sabéis que trato de acercar a mis alumnos a conocer y comprobar las ventajas de trabajar con inteligencia emocional. Aunque ahora se habla de "inteligencia ejecutiva", "inteligencia comercial", y hace poco hasta encontré el término "inteligencia profesional basada en constelaciones familiares" (no es broma, lo prometo), la verdad es que basta acudir a Garner y Goleman para aprender las bases de una competencia profesional imprescindible hoy día.
A lo que iba, trabajando en un proyecto de futuro con este grupo, analizábamos las oportunidades que podrían presentarse con este nuevo trabajo desde la metodología de "los seis sombreros para pensar", de Edward de Bono. El método es mejor que bueno porque permite analizar desde una perspectiva común todos los datos del proyecto, las debilidades que tenemos para afrontarlo, las fortalezas en las que apoyarnos, lo que conseguimos si sale bien y las causas y consecuencias si no lo logramos. Pero hay una cosa más que sale en este tipo de dinámicas, y que frecuentemente obviamos cuando trabajamos, y es la importancia de las emociones. En este método, es el sombrero rojo. Es el sombrero de la emoción, la emoción de todas las personas involucradas en la decisión que se va a tomar. Además, es el sombrero de la intuición, de "lo que me dicen las tripas"... de eso que no se puede explicar. Por esta razón desde este sombrero no se argumenta, no se razona. Simplemente se conecta con lo que se siente.

La emoción es un aspecto importante, pues el ser humano es emocional por naturaleza. La intuición conecta con ese hemisferio derecho del cerebro que es capaz de proporcionarnos información muy valiosa, pero que muchas veces no podemos explicar. Un profesional en muchas oportunidades debe saber conectarse con esa emoción, con esa intuición, para decidir en forma acertada.
Pues bien, llegados a ese punto, y en un ambiente más relajado, la sorpresa para algunos (jefe incluido) fue cuando algunos de los presentes, desde la sinceridad más profunda, dijeron abiertamente, "de todas formas yo no me creo capaz de conseguir esto". Toma ya. Pídele a un profesional en apuros, además profesional de la venta, con las balas casi gastadas, que deben conquistar clientes, que se embarque en un proyecto complejo pensando que no lo va a conseguir. Es como si le pides a Rafa Nadal que juegue una final de Roland Garros musitando mientras calienta "voy a perder, voy a perder, voy a perder"... ¿qué pasaría? ¡¡Pues que perdería!!.
La ventaja de tener buenos profesionales es que saben reaccionar en los momentos importantes. El Director Comercial, un catalán con sangre gaditana, les dijo: "Gracias, gracias por ser sinceros. Si no lo hubierais sido, este proyecto, y con él la empresa, se hubieran ido a la porra seguro". Lógicamente, tras ése agradecimiento, les citó individualmente al día siguiente, para hablar con ellos.
Directores de personas. Ésa es la misión de un mando, dirigir personas con su carga de razón y de emoción. Yo apuesto por ellos, y por los jefes que se toman en serio el gobierno de las emociones.



 

lunes, 5 de noviembre de 2012

¿Animales de costumbres?



Somos animales de costumbres, generalmente ni cuenta nos damos de eso, pero diariamente seguimos una serie de rutinas que nos hace sentirnos seguros y cómodos. Sin embargo, la vida es exactamente todo lo contrario, un cambio continuo, constante. Hay personas a las que cualquier cosa que represente un cambio en ese ciclo les hace desequilibrarse y sentirse fuera de órbita. Se ven obligadas a modificar su ciclo si es necesario, pero las más de las veces no quieren hacerlo.
 

Es la manía contemporánea de buscar esa comodidad. Palabra maldita. Antonio solo tiene diez meses, pocos días más, y desde hace tres me ha dado una lección de la que de una vez por todas quiero aprender. Susana y yo nos quejábamos amargamente de la mamitis que este niño tenía. Cada noche lo metíamos en su cuna rezando porque nos aguantara unas horas, y sin embargo, siempre antes de que nosotros llegáramos al sueño reparador, ya nos estaba recordando que se había despertado. Buaaaaaahhhhhhhhhh!! Hala, ya se ha despertado. ¿Vas tu o voy yo? Y el niño a la cama. O sea, desastre de noche a la vista.
 

Mis ojeras estaban dejando de ser un atractivo rasgo casi imperceptible de madurez, y se estaba convirtiendo en dos horribles sombras de insomne perpetuo. Yo, y no solo yo, estaba viviendo en mis carnes los efectos negativos de no poder dormir ni un solo día seis horas seguidas. En los cursos siempre repito las palabras de Einstein, “Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”. ¿Y por qué no predicaba yo con el ejemplo? Seguramente por las cuatro primeras palabras de este post. Cuesta cambiar. Nos hemos pasado meses así, y por fin el otro día nos armamos de valor. Una vez que los mayores se acostaron, Susana y yo abrimos una botella de vino (teníamos además un disgusto que celebrar), diseñamos una táctica de la noche de batalla que nos esperaba y en la que esta vez no íbamos a claudicar, si el niño protestaba, había que aguantar. Buscamos los tapones para los oídos, nos pusimos pinturas de guerra, nos armamos de paciencia,… y acostamos a la fiera. Efectivamente, sólo una hora después, en pleno desenlace del capítulo de la tercera temporada de Mad Men que estábamos devorando (ya os hablaré de esto en otra entrada), el monstruo volvía a rugir, Buuuuuuuuaaaaaaahhhh!!!. ¡Ánimo! ¡Hay que aguantar! El tiempo empezaba a pasar… y a los cinco minutos de calló. Hasta las 7:30 del día siguiente no volvimos a saber de él. No me lo puedo creer. Ni yo cariño, ni yo. A la noche siguiente, sábado, se despertó a las 8:45. Y esta pasada noche el tío ha dicho a las 8:15 aquí estoy yo.


Entonces, ¡¿Por qué no lo hicimos antes?!! Pues por una razón muy simple. Hace un par de meses hicimos un primer intento y fue un pequeño desastre, estuvo más de veinte minutos llorando y no fuimos capaces de aguantar más. Y esa breve maña experiencia nos hizo acomodarnos en el pasado. En lo que tiene que cambiar.


Vaya lección me ha dado mi hijo. Si hay que cambiar se cambia. Hay que descongelar la situación anterior, y por mucho que temamos, más tarde o más temprano se volverá a recongelar. Sin dramas ni hecatombes. La vida es continuo cambio, y el éxito radica en tu capacidad de anticipación, o al menos adaptación. Si te das cuenta, las últimas conversaciones que has tenido con gente cercana han sido sobre cambios vividos, situaciones inesperadas que acaban de vivirse. Es la constante de nuestro existir, profesional y personalmente. Antonio duerme en su cuna como un lirón, y Susana y yo hemos recuperado la parte de nuestras vidas que corresponde a la noche.
 

Ya estamos planeando pasarlo de cuna a cama….