Somos animales de costumbres, generalmente ni cuenta nos damos de
eso, pero diariamente seguimos una serie de rutinas que nos hace sentirnos
seguros y cómodos. Sin embargo, la vida es exactamente todo lo contrario, un
cambio continuo, constante. Hay personas a las que cualquier cosa que
represente un cambio en ese ciclo les hace desequilibrarse y sentirse fuera de
órbita. Se ven obligadas a modificar su ciclo si es necesario, pero las más de
las veces no quieren hacerlo.
Es la manía contemporánea de buscar esa comodidad. Palabra
maldita. Antonio solo tiene diez meses, pocos días más, y desde hace tres me ha
dado una lección de la que de una vez por todas quiero aprender. Susana y yo
nos quejábamos amargamente de la mamitis
que este niño tenía. Cada noche lo metíamos en su cuna rezando porque nos aguantara
unas horas, y sin embargo, siempre antes de que nosotros llegáramos al sueño
reparador, ya nos estaba recordando que se había despertado. Buaaaaaahhhhhhhhhh!!
Hala, ya se ha despertado. ¿Vas tu o voy yo? Y el niño a la cama. O sea,
desastre de noche a la vista.
Mis ojeras estaban dejando de ser un atractivo rasgo casi imperceptible
de madurez, y se estaba convirtiendo en dos horribles sombras de insomne
perpetuo. Yo, y no solo yo, estaba viviendo en mis carnes los efectos negativos
de no poder dormir ni un solo día seis horas seguidas. En los cursos siempre
repito las palabras de Einstein, “Si buscas resultados distintos, no hagas
siempre lo mismo”. ¿Y por qué no predicaba yo con el ejemplo? Seguramente por
las cuatro primeras palabras de este post. Cuesta cambiar. Nos hemos pasado
meses así, y por fin el otro día nos armamos de valor. Una vez que los mayores
se acostaron, Susana y yo abrimos una botella de vino (teníamos además un
disgusto que celebrar), diseñamos una táctica de la noche de batalla que nos esperaba
y en la que esta vez no íbamos a claudicar, si el niño protestaba, había que
aguantar. Buscamos los tapones para los oídos, nos pusimos pinturas de guerra,
nos armamos de paciencia,… y acostamos a la fiera. Efectivamente, sólo una hora
después, en pleno desenlace del capítulo de la tercera temporada de Mad Men que
estábamos devorando (ya os hablaré de esto en otra entrada), el monstruo volvía
a rugir, Buuuuuuuuaaaaaaahhhh!!!. ¡Ánimo! ¡Hay que aguantar! El tiempo empezaba
a pasar… y a los cinco minutos de calló. Hasta las 7:30 del día siguiente no
volvimos a saber de él. No me lo puedo creer. Ni yo cariño, ni yo. A la noche
siguiente, sábado, se despertó a las 8:45. Y esta pasada noche el tío ha dicho
a las 8:15 aquí estoy yo.
Entonces, ¡¿Por qué no lo hicimos antes?!! Pues por una razón muy
simple. Hace un par de meses hicimos un primer intento y fue un pequeño desastre,
estuvo más de veinte minutos llorando y no fuimos capaces de aguantar más. Y esa
breve maña experiencia nos hizo acomodarnos en el pasado. En lo que tiene que
cambiar.
Vaya lección me ha dado mi hijo. Si hay que cambiar se cambia. Hay
que descongelar la situación anterior, y por mucho que temamos, más tarde o más
temprano se volverá a recongelar. Sin dramas ni hecatombes. La vida es continuo
cambio, y el éxito radica en tu capacidad de anticipación, o al menos adaptación.
Si te das cuenta, las últimas conversaciones que has tenido con gente cercana
han sido sobre cambios vividos, situaciones inesperadas que acaban de vivirse.
Es la constante de nuestro existir, profesional y personalmente. Antonio duerme
en su cuna como un lirón, y Susana y yo hemos recuperado la parte de nuestras
vidas que corresponde a la noche.
Ya estamos planeando pasarlo de cuna a cama….
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