lunes, 17 de septiembre de 2012

Tengo dos orejas y una sola boca para escuchar el doble de lo que hablo

Domingo 16. Hora del almuerzo. Espaguetis carbonara en la mesa, todos los niños sentados. Como es una de las comidas más celebradas en casa, no se oye ni una mosca. Bueno, se oye a Antonio desde debajo de la mesa arrastrando algún cacharro de plástico que le han dado, o que se ha agenciado por ahí.  Buen rollito. Me apetece iniciar una conversación de estas familiares que tanto tratamos de fomentar.
 
Carlos, ¿qué tal te fue el examen de prueba de nivel? ¿Qué examen? El de prueba de nivel del cole. ¡Ah, ese! bien bien. ¿Te han dado la nota? ¿Qué? Que si te han dado la nota ¿De qué? Del examen. ¿De qué examen?...
 
Los que tengáis en casa niños con edad 8-12 años aproximadamente, sabéis que esto que acabo de narrar no es algo extraño en cualquier casa. También sabéis la consecuencia inmediata que tiene. Se acabó el buen rollito que destilaba la secuencia inicial... E insisto en que sé que esto puede pasar en más hogares. Alguna vez me he quejado de la falta de capacidad para oir y escuchar, para atender y entender el mensaje, que tienen los niños, y esta queja la he hecho delante de otros padres, y escucho sin que eso me consuele demasiado que es un mal endémico en estas edades. Que no hay manera, que parece que están en babia...
 
Es probable. Pero hoy he querido hacer un experimento porque tengo la sensación que esto de no saber escuchar no es propiedad de la edad infantil. He repasado el fin de semana completo, comenzando el viernes por la mañana. A primera hora, como Antonio ha estado un poco malito, y había tenido fiebre la noche anterior, me recordó mi mujer que debía meter en la bolsa del peque la medicina, una muda, y más pañales antes de llevarlo a la Guardería. Ok cariño. Ok? a eso de las 11:00 AM llamaban a mi mujer del Centro infantil diciéndole que por favor, si podíamos, les acercáramos la medicina del peque, una muda y pañales. Ay cariño, perdona, se me pasó...
Yo estaba regresando en esos momentos de una reunión de trabajo para hablar de dos proyectos, donde participábamos cinco personas. Puedo afirmar, sin mucho margen de error, que en dicho encuentro hubo una persona que utilizó más del 80% del tiempo que estuvimos juntos. Con lo cual, el resto tuvimos que distribuirnos el restante 20%. En consecuencia, dos ni hablaron.
 
Tras un par de gestiones, al llegar a casa a eso de las 13:00, me encontré en la puerta a mi suegro, un tipo genial (qué voy a decir, esto queda escrito) que ocupó cargos de alta responsabilidad en una entidad bancaria años ha, y que por tanto casi siempre tiene jugosas anécdotas e historias que contar. Como vivimos muy cerca, hace ya tiempo que cursamos la solicitud de rogarle que en horas de oficina no venga a casa salvo, claro está, que necesite algo urgente. Tener el despacho en casa significa que parte de tu jornada laboral la echas en un espacio contiguo a tu casa. Contiguo, pero no integrado. Hola Carlos (sí, se llama como el niño). Hola. Qué haces aquí, ¿ha pasado algo? No, nada, sólo que he pensado una cosa y quería contárterla. Pero... ¿es lo que me contaste ayer más o menos a esta misma hora? No, no, otra cosa. La que me decías antes de ayer? No, no, no, es por algo que he leído hoy en el períodico y que me ha recordado algo que viví en el Banco...
 
Como mi labor profesional concluyó el viernes a eso de las 13:05, y Susana tampoco tenía nada previsto para la tarde, decidimos empezar la el fin de semana esa misma tarde. Y acercar a los niños al nuevo y flamante parque que han abierto en mi pueblo. Vivimos a diez kms. de Sevilla, pero puedo aseguraros que Valencina es un pueblo. A las 18:15 llegamos al parque. A las 18:45 le rogaba a mi mujer que me permitiera largarme. Tenía dolor de cabeza. Seguramente estaba provocado porque durante esa media hora ocho madres/padres hablaban sin parar de la primera semana de clase, de la constitución de la nueva AMPA, de comida, de deporte, de política, de salud, de enfermedades, ... incluso creo que se habló de sexo, pero yo en ese momento ya no estaba para nada porque tenía jaqueca. Creo que puedo afirmar sin temor a equivocarme que nadie estuvo callado más de diez segundos seguidos... Mi mujer tampoco porque es, cómo diría, tremendamente participativa. Yo, que no me manejo demasiado bien en esos ambientes, acabé con los mareos ya referidos.
 
Vaya con el experimento, sólo es viernes por la tarde, y cómo vamos. No va a resultar difícil sacar la hipótesis que ya se imaginan. Basten un par de ejemplos más.
 
Uno. Con las noches que hemos pasado días atrás con el pequeño, hicimos la solicitud familiar de poder descansar un buen rato, tras el almuerzo del sábado. Conseguimos organizar a la prole y quedarnos solos unas horas, necesarias para recuperar fuerzas. Cuatro de la tarde. Sin nadie más que nosotros dos, hora ideal para ir a disfrutar del maravilloso invento español de la siesta.
16:10. Suena el teléfono. Mi suegra. Hola Javier. Hola Pepa. No se si estarás descansando. Cuando ¿ahora? ahora no, ahora estoy hablando contigo, pero hace un par de minutos... Vale, bueno, sólo en una cosita., pregúntale a tu mujer, que es mi hija, si la crema esa de la caja naranja que me dejó la sigo teniendo yo. Pero ¿la has buscado?. Sí, pero mejor pregúntale. Susana ¿duermes?. Será una broma, ¿cómo voy a dormir? dile a mi madre que no me la devolvió y que no llame más. Pepa, que no, que la sigues teniendo tu. Ah, vale hijo, ¡descansa! un besito!
Ya no volví a coger el sueño.
 
Dos. Éste está aconteciendo mientras les escribo. Chicos, voy a encerrarme un rato en el despacho ahora que tengo un poco de tiempo para escribir una cosa. Salvo hecatombe, no me molestéis. Al comienzo de los párrafos dos, tres y cinco de este texto que están todos ustedes a punto de terminar de leer, han llemado tres personas a la puerta de mi despacho. La primera, Carlos, para pregunatrte que qué hace ahora. La segunda, Susana, para pedirme que le preparara un Cola-Cao. La tercera, Claudia, para preguntarme si "hay Dora en tele". Tres asuntos urgentísimos, qué duda cabe.
 
Y todo en poco más de 48 horas. Y creánme, hay más. Y en realidad, no somos ni diferentes, ni únicos, ni raros. Esto pasa a diario en cualquier trabajo, en los hogares, y en las reuniones sociales. No estamos nada entrenados en la escucha. No nos exigimos ni nos exigen lo suficente saber escuchar. Si en las Organizaciones hay problemas, en un gran porcentaje son problemas de Comunicación, y de ellos, también un porcentaje altísimo son problemas derivados de no saber escuchar. Te invito a que hagas el experimento. Y a ser posible, que todos lo hagamos examinándonos a nosotros, midiendo si hemos sido buenos escuchadores, o mediocres parlanchines. Seguro que el resultado nos hace pensar, ¿oíste?    
         

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