martes, 9 de octubre de 2012

Todo llega y todo pasa

Perdón, porque me he retrasado unas horas esta semana en publicar mi entrada. La excusa es que tenemos al pequeño Antonio malito, y entre idas y venidas al médico, y coordinación logística del resto del personal, hemos tenido un lunes ajetreado. Y además de resaca. La mujer de la que hablaba en mi anterior post me organizó un fin de semana sorpresa de Aniversario en París con nuestros mejores amigos y padrinos del ahora convaleciente Antonio.
 
Nada menos que seis meses hace que Susana empezó a organizar el plan. Y después, aunque ha sido muy bien aprovechado, todo se va en un suspiro. Todo llega y todo pasa. Es una frase que últimamente recitamos mucho, y que nos ayuda a ver lo bueno y lo malo con cierta perspectiva. Para situarnos en este mundo, es bueno que entendamos nuestros éxitos y fracasos como un camino obligado de vida. Y ése camino, además de temporal, es importantísimo.
 
Nuestra relación con la vida y con las cosas puede llevarse a cabo desde varias perspectivas. Hay personas que devoran la vida, es esa expresión que tanto se oye de voracidad humana. De entrada suena atractivo, lo relacionamos con con una actividad espontánea y eléctrica que nos lleva a tragarnos las cosas y a vivir cientos de aventuras. Pero que conlleva el error de entender que las cosas nos pertenecen, son nuestras y podemos usarlas a nuestro antojo. Y detrás de las cosas van las personas. La clave de todo esto es que, entonces, se pierde la idea de la dignidad de esas cosas y de esas personas, y las situamos por debajo de nosotros. Da igual que queramos un coche u otro, una casa que otra, un empleado que otro, una pareja que otra. Se tratan los objetos y las personas como hechos en serie, para nuestro disfrute y uso momentaneo. No nos preocupamos por ellas, no sabemos lo que les pasa, y no nos importa lo más mínimo si se estropean porque se pueden sustituir por otras semejantes que cumplen el mismo papel. Se convierten en basura.
 
Otra cosa, infinitamente más recomendable, es respetar las cosas y personas con las que nos encontramos y relacionamos. De entrada, aceptamos su dignidad: las humanizamos. Respetamos su modo de ser y para lo que están. Las cuidamos. Y si se deterioran, las reparamos. En la casa de mis padres, y en otras muchas, se intentaba consumir todo el pan y no tirarlo a la basura. Y si se tiraba, era costumbre besarlo. Quizás no sea pecado, pero sí una falta de sensibilidad despilfarrarlo y tirarlo en buen estado, sobre todo con la conciencia de las necesidades del mundo, del cercano y el lejano. El pan tiene su dignidad. El hecho de que ahora se fabrique en cantidades industriales y sea muy barato no se la quita: no debe ir a la basura.
¿Y si cambiamos la palabra pan por personas?.
 
Este fin de semana relámpago me ha recordado lo afortunados que somos, todo lo que tenemos.  Es fácil decir qué poco ha durado, que no he podido ir a buen restaurante, o que, mejor que en el apartamento que nos prestaron, podía haber estado en un buen Hotel. Pero eso me llevaría a una despreciable instaisfacción. Para vivir bien, hay ser decidido y entrenarse en poner límites a los deseos de ganar, de tener más, al capricho de comprar, al afán de apartentar. Hay que proponerse, y conseguir, un estilo de vida más agradecido, más respetuoso, y más sobrio. A fin de cuentas todo es temporal menos la dignidad humana.  
 

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